Por José Luis Bethancourt.
"Rostros de ángeles que ocultan almas de panteras"
Dr. Félix Martí Ibánez
La patria vivía las últimas fiestas de su
primer Centenario en la orgullosa y moderna Buenos Aires. Mientras tanto, al
sur de la “pequeña París”, millares de inmigrantes luchaban por salir de la
pobreza o tan solo sobrevivir atestados en conventillos malolientes, tomando
trabajos mal pagos y procreando sin cesar. Aquel diciembre transcurría como
siempre: húmedo y bochornoso. Llegaba a su fin un año fértil para la prensa. El
hundimiento del Titanic y los crímenes de niños atribuidos a La Mano Negra
llenaron titulares por mucho tiempo.
Ya había comenzado el receso escolar pero
no tenía importancia, hacía mucho tiempo que se había ido de la escuela y no
durando mucho en ningún empleo se dedicaba a recorrer su coto de caza. El calor
de esa mañana agravaba los dolores producto de la paliza matinal que le propinó
su padre borracho y una voz gutural y potente taladraba su cabeza
persistentemente.
Sabía que solo una cosa iba a callar esos
gritos en su mente. Los recuerdos se agolpaban mientras veía imágenes
acumuladas en tantos años: canarios, palomas, rocas ensangrentadas, un vestido
en llamas, la yegua moribunda por la puñalada, los párpados quemados de ese
niño.
No pudo evitar que se le produjera una
potente erección y apuró el paso. En el almacén de la esquina de Av. Jujuy gastó
una moneda para comprar caramelos. Durante varios años habían sido un señuelo
efectivo para lograr que los niños fueran con él.
Le sudaban las manos y el dolor de cabeza
era más intenso. Ya había recorrido seis calles sin encontrar ninguna posible
víctima. Al llegar a calle Urquiza la balanza de la suerte se inclinó. Unos niños
jugaban en la calle y no había ningún adulto con ellos. Se acercó con rostro
inocente y le ofreció caramelos a la única niña del grupo. “¿Cómo te llamas?”
le preguntó mientras acariciaba su cabello. “Marta” contestó con voz temerosa y
salió corriendo. Otro de los niños se lo quedó mirando mientras el resto lo
ignoraba.
Le mostró los caramelos y le hizo un gesto
para que lo acompañara. El pequeño Gesualdo tenía solo tres años y comenzaba a
cansarse de caminar. Dejó caer su pelota roja. Cuando quiso detenerse su captor
lo obligaba a los empujones. Habían recorrido varias calles y estaban frente a
la quinta de Pancho Moreno. En la entrada hubo un pequeño forcejeo y fue la
última vez que el niño vio la calle.
Contra uno de los muros de la antigua
fábrica de ladrillos de La Americana el monstruo llevó a cabo su acto macabro.
Tumbó a Gesualdo y puso su rodilla sobre el pecho. Tomó la soga que utilizaba
para sujetar sus pantalones y lo enrolló en el cuello del pequeño dándole trece
vueltas antes de asfixiarlo hasta la muerte.
Los gritos en su cabeza no cesaban. Una sed
atroz lo ahogaba. Camino a su pieza en el conventillo un hombre lo detuvo
preguntando si había visto a un niño. Sabía que era el padre de su última
víctima. “No, no le he visto. Vaya a la comisaría” le respondió.
Nuevamente su miembro se puso erecto.
Volvió a la quinta y revolvió entre la basura buscando algo para tapar el
pequeño cuerpo. Entonces vio unos clavos largos y oxidados. Tomó uno y usando
una roca martillo atravesó la cabeza ya sin vida. Tomó una chapa de zinc, cubrió
el cuerpo con esta y se masturbó recordando su obra.
“Horripilante,
hiena, monstruo, bestia. Idiota, imbécil, inhumano, fiera. Repugnante,
degenerado, morboso, horroroso, abominable, macabro”. Estas
son solo algunos de los calificativos que utilizó la prensa 111 años atrás para
referirse a Cayetano Santos Godino. Los habitantes del actual barrio Parque
Patricios y en especial los alumnos del Colegio Bernasconi, construido sobre
los terrenos de aquella Quinta Moreno no pueden olvidar al “petiso orejudo”.
Si tienes la posibilidad de ir al teatro del
Colegio y miras detrás del telón de fondo del escenario verás tallada unas
crípticas iniciales, atribuidas al "petiso oreja". Pensar que los
huesos de Godino no estaban en su sepultura cuando cerró el penal de Ushuaia da
escalofríos a más de uno que piensa que el macabro personaje escapó de su
prisión. O si conversando con el personal del Hospital Materno Infantil Ramón
Sardá, frente al Bernasconi, te cuentan que encontraron gatos muertos con una
piola alrededor de su cuello, antes de asustarte piensa que Godino no podría
estar vivo ya que tendría 117 años. Y eso es imposible, ¿o no?
El que lucha con monstruos
debe cuidar que en el proceso no se convierta en uno de ellos,
cuando miras dentro del abismo, el abismo también
mira dentro de ti.
F.
Nietsche