Por José Luis Bethancourt.
Sebastián vivió su niñez en un pueblo rodeado
de
verdes serranías y cultivos, pero nunca desarrolló un espíritu bucólico. Ni
bien aprendió las complejidades de la escritura evadía la siesta sacrosanta y
oculto bajo las sábanas leía, leía y leía. No importaba si eran cuentos de los
hermanos Grimm, la
enciclopedia Espasa Calpe , el pasquín del pueblo o las Corín
Tellado que su madre guardaba en un viejo baúl de madera y que sacaba a
hurtadillas cuando no quedaba otra cosa para leer.
Aquella fue la causa de la primera reprimenda de parte de su padre.
Hasta entonces nunca había hecho cuestiones por verlo siempre leyendo en lugar
de andar con otros pibes cazando torcazas o destripando ranas. Pero encontrarlo
leyendo esas novelitas le generó un gran disgusto. ¡Justo el hijo del comisario
no iba a andar con esas mariconadas!
Desde ese día su progenitor empezó a vigilar las lecturas de Seba y
comenzó a nutrir la incipiente biblioteca con obras policiales, de suspenso y
ciencia ficción que ayudaran a no “desviar” al pequeño. Además no faltaban las
visitas de los tíos que, por sugerencia de su padre, trataban de plantar el
deseo de que fuera policía como todos los hombres de la familia.
Al llegar a la adolescencia se presentó una clara lucha vocacional. Las
presiones para seguir la carrera policial se contraponían con su amor por las
letras y el arte. En esta batalla tuvo de aliada a su madre quien, como toda
madre, deseaba que él hiciera lo que le hiciera feliz.
Ni bien terminó sus estudios secundarios su madre puso en sus manos
todos sus ahorros y convenció a su padre de que lo apoyara en su idea de ir a
vivir a La Plata para poder estudiar Comunicación Audiovisual. Y allí se fue,
con todos sus sueños en el corazón, y un dejo de nostalgia por dejar atrás los
campos de Bragado.
Entremezclados con sus libros de estudio no faltaban obras de Hitchcock,
comics de Marvel, y hasta algunos discos de Megadeth que escuchaba mientras
daba rienda suelta a sus ansias de escribir, de volcar al papel tantas
historias que anidaban en su mente, regadas por cientos de horas de lectura en
un decenio.
Fue una tarde lluviosa, poco después de llegar del taller literario, que
recibió el fatídico telegrama que adelantaría el tema que sería repetido por
los noticieros de la noche una y otra vez. Su padre, el comisario, fue
encontrado colgando de un árbol a la vera de la Ruta Nacional 5,
cerca de la localidad de 9 de Julio. La presunción de suicidio era la primera
hipótesis con la que se manejaban el fiscal y la prensa.
Nunca hubo pruebas concluyentes a pesar de que se usaron los mejores
recursos de la fuerza para determinar la causa del fallecimiento. Los días
posteriores al sepelio se hicieron semanas, y las semanas meses sin que
Sebastián regresara a La Plata a seguir su carrera. En lugar de ello cambió su
destino y puso todo su esfuerzo en ingresar a la Escuela de Policía “Juan
Vucetich” justo antes de que se venciera la edad máxima de ingreso como cadete.
Su graduación con honores devolvió la sonrisa a su madre y logró que por
excepción pudiera elegir donde cumplir sus tareas. La vida le dio así la
oportunidad de revancha y cumplir con el deseo de su padre ahora ausente.
Gracias a sus excepcionales dotes deductivas, y su incansable dedicación al
trabajo policial logró hacer importantes aportes para que se reabriera el caso
y encontrar al asesino de su padre.
Esto le valió el ser nombrado detective en tiempo récord. Sus compañeros
de armas le decían cariñosamente “Boggie” en alusión a su carácter serio, el
cabello rubio y el mentón prominente. A él no le molestaba que le pusieran ese
mote de un asesino sin corazón. Les sonreía brevemente al pasar con esa mirada
astuta y divertida que bien podría ser la de Arsenio Lupin.
Y sin ser un ladrón de guante blanco como ese personaje de Maurice
Leblanc poseía todas sus cualidades y conocía el mundillo oscuro donde se
movían ladrones, cafishos, mujeres de la noche y gente de baja calaña con las
que trató en misiones encubiertas.
En una de estas misiones llegó a sus oídos la noticia de la desaparición
de una prostituta muy hermosa de nombre Esther Martínez de la que sus
compañeras de oficio se burlaban porque tenía aspiraciones de escritora. Sería
mucha casualidad que fuera esa antigua compañera de facultad que tanto le
gustaba. Pero dicen que las casualidades no existen y la foto del archivo
policial le devolvía esa sonrisa seductora que volvía loca a unos cuantos.
Solo le llevó un par de semanas completar una línea de tiempo que
contara la vida de Esther desde que dejara la facultad en La Plata y su
desaparición en San Telmo. La ausencia de un cuerpo y un arma homicida lo llevó
a investigar un móvil, una razón por la cual alguien se beneficiara con su
ausencia. Esta línea de investigación no lo llevaba a ningún punto hasta que
solo él vio la relación con la desaparición de la estudiante de letras Irene
Welter.
Fue extraño reencontrarse con sus viejos libros en la preparación para
camuflarse como Profesor de Literatura y ocupar el cargo de Director en esa
escuela de barrio donde reconocieron las fotos de Irene y Esther como antiguas
alumnas. Su corazón se sentía reconfortado otra vez al pasar horas releyendo a
Poe, Borges, Shakespeare, García Márquez y Lugones quienes poco a poco desde el
papel le devolvieron algo de brillo a su mirada. Seguramente ese brillo nuevo
fue lo que intrigó a Margarita Atkinson, una oficial pelirroja y robusta que
trabajaba en el depósito de evidencias. La muchacha, hija de irlandeses, había
presentado varias veces, sin suerte, una solicitud de cambio de asignación.
A Sebastián le simpatizaba porque era reservada, ordenada y metódica.
Nunca hacía preguntas y evitaba hablar de otros. Por eso le llamó la atención
el comentario de Margarita ese día que fue a estudiar evidencias, sobre que
había un cambio en su mirada. Inesperadamente se sintió halagado y contrario a
su forma de manejarse cotidianamente siguió la conversación por un buen rato.
Tratándose de literatura ambos coincidieron en el gusto por las novelas
de John Connoly y a esto se sumaron otros intereses comunes, hasta que llegaron
a darse cuenta que compartían lo suficiente para trabajar en equipo. Solo bastó
una llamada para lograr que el Jefe de División asignara a Margarita a una
misión especial bajo la supervisión de Sebastián.
No fue difícil convertir a la porteña Margarita
en la irlandesa
Margue que asistía al taller literario como una torpe alumna
extranjera, a fin de descubrir el nexo que unió en la muerte a Irene y Esther.
La preparación incluía el adecuar su acento, aprender a coquetear y a utilizar
equipo electrónico de escucha y vigilancia.
Ella descubrió la verdadera naturaleza de los dos alumnos excepcionales
del taller. “Suerte de principiante” le dicen. Lástima que se le acabó pronto
o, mejor dicho, la tentó demasiado siguiéndoles el juego sin hablarlo con
Sebastián.
Chocolate, canela y Margarita fue menú y cena. La última que prepararon
“Los Cocineros”.