miércoles, 26 de diciembre de 2012

Travesía


Por José Luis Bethancourt.


No era una vida fácil para el juglar Rodrigo esto de recorrer los polvorientos caminos entre León y Castilla, bajo dominación del Rey Fernando, pero no le quedaba más remedio si quería mantenerse vivo.
Caballero muy admirado en las cortes del anterior Rey Alfonso pasó a la fama no solo por ser un hábil jinete en los torneos extramuros sino por haber sido hallado dentro de la recámara de doña Juana, princesa de Aragón, demostrando su habilidad en tan bella montura. Sus buenos oficios con la espada le sirvieron esa noche para escapar solo con algunos rasguños en su pierna izquierda. Desde entonces su colorido traje y los malabares con los que encantaba a las damas fueron su medio de vida.
Sin embargo su espíritu inquieto no se calmaba con estas artes trashumantes, por lo que, sin pensarlo mucho, estando en Huelva se hizo a la mar el 3 de agosto de 1492 a bordo de una carraca menor conocida como Santa María.
No imaginaba al zarpar que pasarían casi cien días de penurias antes de pisar tierra firme, justo cuando se estaba arrepintiendo de su osadía al emprender este viaje, pero no de haber estado con la hermosa Juana. Fue el recuerdo de ella lo que mantuvo vivo su espíritu y la esperanza de que con su alejamiento temporal aquel episodio quedaría relegado al olvido y podría volver a las cortes.
A poco de desembarcar trabó amistad con varios miembros del pueblo taino sin que el idioma fuera un impedimento ya que el baile, la música y el juego de batú brindaban suficientes momentos para confraternizar.
Rodrigo aprovechaba los momentos de ocio para recorrer las costas y las selvas en compañía de Cayacoá, un amable cacique que tenía gran aprecio por este barbudo extranjero tan alegre. Así fue que con el correr de los meses la barrera del idioma dejó de existir y pasaban cada vez más tiempo conversando y respondiendo mutuos interrogantes sobre la vida de cada uno.
En uno de sus habituales recorridos salió al cruce, desde adentro de una cueva, una criatura, de colores gris y verde con patas cortas y cola larga. La intriga de Rodrigo dio paso a la risa y la sorpresa cuando escucho a Cayacoá decir que era una “Juana”
—¡“Juana”! Igual que la bella dama que espero volver a ver…
—No Juana. “Iwana” —aclaró el cacique.
—¡Iguana! —repitió alegre Rodrigo una y otra vez haciendo caso omiso de los intentos de ser corregido.
Y así fue hasta el día que el juglar regresara a la madre patria y fuera nuevamente acogido en las cortes de Castilla y con el beneplácito real contrajera nupcias con su amada Juana.
Sin embargo nunca olvidó a su amigo de las Indias y deleitaba a su esposa con la historia de la Iguana, ese animalito que se esconde en una cueva, según se lo relatara Cayacoá:

En un pasado muy lejano cuando los animales eran personas, había una niña muy hermosa pero de mal corazón. Por haber sido beneficiada con tanta beldad era soberbia y altanera. Sus manos eran encantadoras y hábiles como nunca se habían visto pero no hacía otro trabajo que tejer y coser ropa para ella misma; sin ayudar en nada a su madre y sus numerosos hermanos y hermanas a quienes trataba con desprecio. Su padre, queriendo darle una lección la despidió de la casa, dejándole solo lo que se había puesto al levantarse.
Conoció lo que era la pobreza, vivía en la selva y dormía sobre la hierba. Pero estos contratiempos no hicieron que cambiara su actitud, sino que se hizo más holgazana  Cada noche al pasar frío prometía levantarse temprano para conseguir materiales y tejer una manta nueva y coser un vestido. Pero por la mañana con el calor de sol se quedaba sentada todo el día calentándose con sus rayos y olvidaba la promesa de la noche anterior.
Al llegar el primer día del invierno buscó refugio en una cueva donde solían dormir otros animales. Poco después la encontraron muerta por el frío, cubierta de escarchas. Su padre acongojado por perderla pidió a los dioses que la convirtieran en un animal. Así fue que con el calor del mediodía salió de la cueva un feo animalito gris a tenderse al sol para calentarse.
Sin embargo  los dioses conservaron algo de su humanidad y por eso tiene manitos como de mujer, recordatorio de que no hay que ser egoísta y holgazana con las habilidades que uno recibió al nacer.




- FIN -




José Luis Bethancourt ha dispuesto que Mauricio Vargas Herrera, para su cuento corto a publicarse el miércoles 02/01, utilice las siguientes palabras: 1) solsticio; 2) edredón; 3) trolebús; y 4) mazorca.


miércoles, 12 de diciembre de 2012

Música y letra




Por Claudia Medina Castro.


Augusto Guerrero estaba cansado.
Veía cómo sus sueños se hacían humo descaradamente en su cara. Humo gris verdoso, como el que sube del mar anunciando un naufragio.
Sueños de algodón…
Envuelto constantemente en días complicados, se sentía invisible para los demás. La nube de su taquipsiquia era impúdicamente pesada. (No podía entender cómo semejante mole pasaba desapercibida.)
¿Cuánto tiempo más llevará?
Pasaba las horas simulando creer en algo (difícil faena...). Lo cual le resultaba como si mil niños lo acosaran con sus chillidos. Como si mil hembras le mintieran al unísono. Como si mil teles estuvieran encendidas en el canal más verborrágico. Demasiada interferencia.
Y no soportaba sus oídos abiertos, su permeabilidad.
¿Qué significa el silencio?
Con gran cuidado tomó los tapones anteriores y los actuales, los despojó de toda pelusa molesta y los sumergió en alcohol.
Me quiero morir mil veces, y una más.
La realidad no era mala. Solo la entendía poco. (Tapones limpios en sus oídos blancos.)
¿Qué significan esas voces?
Y las voces. Esas, que sonaban todo el tiempo y le bloqueaban la respiración hasta acudir una vez más al inhalador de emergencia. Esas, que rebotaban en su cabeza como una bata a lo Rush, pero sin aquella adrenalina.
¿Será la medicación?
Ya no esperaba esos ojos sonrientes que lo aceptaron sin preguntar. Menos, aquel gesto adelantando la caricia.
Y ese dolor constante que insistía, invadía… Y sin el más mínimo pudor se imponía; y lo podía…
¿Qué se me clava en los hombros?
Algo lo mantenía adusto, crispado, incómodo; defendiéndose del aire que los tocaba. No lograba acomodarse en su gabán recién puesto. Aun así, salió a subir.
Escalones aliviadores… ¿cuántos son?
Los trepaba con ardor, con la piel hecha pedazos y los ojos de papel…
¿Cuándo llegaré?
La música giraba en su garganta. Estrofas de otra vida, de otros sueños. Preguntas amontonadas y respuestas sin sentido… (Todo amotinamiento pareciera estar bajo control…)
Llegando a la puerta salvadora, la somnolencia tan ansiada empieza a crecer.
¿Empieza a crecer?
Ya no importa dónde van los manojos de deseos truncos. Apuntan hacia el cielo gris, ciego y sordo de neutralidad.
¿Qué música es esa?
Su alma reconoce los tonos de su estirpe. Y sus alas se rehacen.
¿Qué clase de vuelo es este?
Es el vuelo que vibra en sus ansias, repletas de amor.
¿Adónde debo ir?
Desde aquí, bien derecho a la eternidad.

C. M. C.
11.12.12
(…con secuelas de letras y músicas incrustadas en las células…)


- FIN -



Claudia Medina Castro ha dispuesto que Juan Esteban Bassagaisteguy, para su cuento corto a publicarse el miércoles 19/12, utilice las siguientes palabras: 1) descontrol; 2) derrota; 3) dibujo; y 4) donaire.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Resurrección




Por Bibi Pacilio.


Se terminaba noviembre y pensé con toda razón que los adoquines se reían de mí. No podía juzgarlos, su naturaleza los había acostumbrado a la dureza, al taconear, el repiquetear, a las huellas incoloras (algunas verdosas), a mirar en puntas de pie, como en un abismo irrisorio sobre una piedra, un poco más alta, más gruesa o acaso más liviana. El camino no era nuevo, podría contarles miles de recorridos pero ninguno como este que me deja alerta ante un cuerpo desconocido.
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Fue otro el tiempo de los aromas que palpitantes embriagaban la cocina. Isabela había llegado de quién sabe dónde para ocupar el lugar que otra mujer había dejado al marcharse para siempre. Lorenzo se enamoró de sus manos, ninguna de las otras, las habían lamido con placer después de enterrarlas en la humedad de la tierra. Se casó con ella y la huerta creció opacando los rumores que en el pueblo lo habían condenado a la soledad.
Vinieron estaciones de buena cosecha y lujuria, de plegarias y acechos, como los vientos que encandilados por la luna derrochan sus ráfagas en noches de quimeras. Fue una noche, la primera, cuando las habas rodaron por el piso y el hechizo desató la tempestad.
La piel de Isabela enrojeció como los días, mientras el hombre recuperó su empeño. Nadie dijo nada cuando el carro se arrastró de nuevo por el empedrado del pueblo sin prisa y otra vez volvieron las plegarias en la iglesia: “Socórrelo Señor, dale entereza”.
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