miércoles, 25 de diciembre de 2013

Como si se tratara del destino




Por Laura de la Rosa y Darío Cuda.

(basado en la canción «Luzbelito y las sirenas»)


Y dijo el Señor a Satán: ¿De dónde vienes tú?
Y respondió Satán: He dado la vuelta por la tierra


1-

Nacer en este día, justo en este día, un día de festejos. Como tantas otras cosas que no elegí, yo no elegí esto. Ni ser el Goliath de este falso David, ni tus miradas de reojo, ni los festejos de un nacimiento que no es el mío, ni ser el hijo de mi padre, ni recibir este nombre que me condena desde la naturaleza misma de mi concepción.
Y el mundo me teme, y sus miedos me dan risa... Su llanto desesperado al solo verme me da risa; jamás se posaron un segundo sobre sus propias vidas, antes de juzgar mi nacimiento, mi instinto depredador, mi herencia.
Soy quien soy... aunque no te guste y esta soledad heredada va a acompañarme el resto de mis días. La eternidad. No la quiero, no la necesito ni la deseo soportar. Pero es, existe y ella también es quien hizo que sea quien soy. Esta parece una de esas veces en las que no tenés más remedio que leer las reglas, aceptarlas y jugar.
Como si se tratara de una ruleta rusa en la que sabés que nunca te va a tocar la bala en el tambor (Recordá mi nombre, nací para quedarme y no para desaparecer, aunque supliques, aunque ruegues y aunque hoy tu mañana se haya teñido de festejos que sencillamente olvidás los otros 364 días del año).
Podría pasarme el día escribiéndote mis deseos, diciéndote cómo tenés que hacer para evitarme, para evitar que mi nombre, además de la mía, sea tu condena... pero hoy festejás un nacimiento y entonces... tal vez esa tarea, tengas que aprenderla solito...

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El bravucón en su laberinto



Por Juan Esteban Bassagaisteguy y Esteban Di Lorenzo.

(basado en la canción «Toxi-Taxi»)

1
Un día primaveral de 1995

Los alumnos salieron en estampida de las aulas cuando escucharon el sonido de la campana. Algunos fueron al kiosco de la escuela a comprar golosinas, otros a jugar a la mancha, las niñas a saltar el elástico, y el resto se dispersó por el patio del colegio.
Javier jugaba a las bolitas con Tomás ―ambos cursaban quinto grado― en la esquina más alejada de la Dirección. Sufría una miopía severa y, por ello, cada vez que se acuclillaba para lanzar sus lentes caían sobre el puente de la nariz; su contrincante no bromeaba sobre esta cuestión debido a que era el alumno más obeso de la división y sabía lo que era ser el blanco de las cargadas ―le dolía en lo más profundo de su ser―. Entre los dos se cuidaban y, junto a Federico y Martín, formaban un cuarteto de hierro y disfrutaban cada uno de los recreos de la jornada escolar (vivían en el mismo barrio e, incluso, se juntaban para ir y volver de la escuela en grupo).
El torneo diario estaba por terminar. Martín y Federico, eliminados en la ronda anterior, participaban de la definición de aquel solo como espectadores. El último recreo definía al vencedor, que se llevaba como premio las bolitas de sus competidores.
Javier ya había lanzado y estaba por ganar; la única chance que tenía Tomás de alzarse con el triunfo era meter la última bolita en el opi. Se agachó como pudo, apoyando todo su peso sobre la rodilla derecha y, cerrando un ojo para calcular la trayectoria, se dispuso a tirar. Pero una sombra le tapó el sol. Pensó que era una nube pasajera y se dispuso a seguir jugando cuando una patada en su estómago hizo que cayera hacia su izquierda, dejándolo   sin oxígeno. Era Luis María, el repetidor, un año mayor que sus compañeros de grado (cada vez que los veía alejados de las profesoras, los molestaba golpeándolos y robándoles todo lo que podía).
Gordo, tiro yo —dijo el adolescente hurtando su canica—. Cuando levantes toda esa grasa el recreo ya habrá terminado, ¡ja, ja, ja!
—Pará, Luis, mirá cómo está. No puede ni respirar —dijo Martín—. ¿Por qué no nos dejas tranquilos? Ya te dimos las monedas la semana pasada.
—¿Que los deje tranquilos? Encima de adoptado sos pelotudo, ¿no? Que les quede claro, todos los días hasta las vacaciones me van a tener que pagar. Si no, van a tener soportar las golpizas como le pasa al chancho este.
—Tá’ bien, tá’ bien. Agarrá lo que quieras pero no nos hagas nada —suplicó Javier acomodándose los lentes.
—Dejá de llorar, cuatro ojos. ¡Y no le digan nada a la profe porque va a ser peor!—gruñó Luis María golpeando su puño derecho contra la mano izquierda. Tomó las bolitas de los cuatro amigos riéndose con malevolencia y llevándose, con ello, la poca autoestima que le quedaba a Tomás.
Volvieron a clase sin decir nada a nadie: la represalia podía ser peor.
*****
Pasaron los días y, en cada primer recreo, Javier, Tomás, Federico y Martín le dieron sus monedas al bravucón. Hasta el jueves; ese día Javier no había llevado dinero y aparecieron los problemas.
Antes de que el recreo terminara Luis María pasó a buscar su cuota y, al no obtenerla en forma completa, no hubo forma de pararlo y la paliza que le propinó a Javier le provocó la rotura de un diente; además, le pisó los lentes y le rompió los cristales, quedándoles inservibles. Sus amigos lo tuvieron que llevar como si fuera un ciego hasta el aula. Él dijo que se había caído jugando al «poliladron». Sus padres lo vinieron a buscar y no se habló más del tema.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Rompecabezas



Por Claudia Medina Castro y Osvaldo Barone.

(basado en la canción «La hija del fletero»)

1.

—... Está hablando de su estupidez, de su falta de coraje, de lo que no pudo escuchar.
—¿Qué? Decime… ¡Decime!
—¿Dónde estás?
—Estoy acá.
—¿Dónde es acá?
—Acá en el cuarto, decime que te escucho.
—No, no me escuchás desde ahí.
—¿Qué? Dale… no me hagas levantar… (Se levanta y viene).
—Digo que está hablando de su estupidez por no haber escuchado.
—Mmm… Yo no sé si iría por ahí… Uy… me agarró una puntada acá… acá… ¿ves? (Me toma el cuello por detrás. Se levanta lentamente y va al baño).
—¿O se tratará de lo que ella no pudo ver?
—¿Eh? (desde el baño) ¿Qué, mi amor?
—¿Será….?
—No te oigo, estoy bañándome. Decime de nuevo. Uy, neni, no me podés traer un toallón que me olvidé…
—Bueno.
—Gracias. ¿Qué me dijiste antes, Gata?
—Que… mmm… me olvidé.
(Vuelve del baño).
—Me habías dicho algo cuando me estaba bañando.
—Sí. No importa. Pensemos… ¿De qué se trata esto…?
—¿Otra vez te fuiste? (él se va a pensar con la tele).
—¿No querías que piense?
—¡Tenemos que pensar juntos para redondearlo y ya!
—¡Pero cuando estoy ahí no me decís nada!
—Es porque estoy pensando. Ok. ¿Lo pongo de nuevo?
—(Vuelve). Sí, mi vida.

2.


—Concentrate en la letra. Él no tenía valor para ver las letras de las cartas. No las abrió.
—…Yyy… porque era un muchacho que no dormía de noche... Si abría las cartas iba a llorar.
—¿Y qué? ¿Tenía miedo de llorar? ¿Eh? ¿No quería llorar?
—Y no, por esos motivos no. (Se va al cuarto de nuevo).
—¿Por qué por esos motivos no?
—¿Qué? Porque es caer a la tierra, nena.
—¿Cómo es eso?
—Porque no puede llorar por eso. No da.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Criminal mambo



Por Bibiana Pacilio y Andrés Sarich.

(basado en la canción «Criminal mambo»)

—Ya bajo —decía Ludmila desde arriba. A varios pisos de ahí volvía a resonar el mensaje que escapaba por la rendija metálica, en los oídos de él.
Los diez minutos que le llevaron trasladarse de un sexto piso a la planta baja hablaban de un mensaje un tanto engañoso. Aunque a Víctor lo tenía acostumbrado, por no hablar de a todos los hombres. Pensaba que si ella bajase rápido se preocuparía, porque una mujer que no se toma su tiempo tarde o temprano se toma el tiempo de los demás. Problema que valía la pena evitar, aún sacrificando minutos de vez en cuando.
Las puertas del ascensor, al abrirse, interrumpieron sus reflexiones. La esperó con un mensaje invertido en el vidrio, rodeado de su aliento. “Dale, mujer, que hace frío”,  exageraba encogiéndose y frotándose los brazos enérgicamente. Ella no pudo evitar reírse.
—¡Qué personaje! —decía Ludmila mientras abría la puerta sonriente.
—Me das tanto tiempo libre que se me ocurren estas pavadas, dejame pasar que me muero de calor.
La saludó a los besos, con un repertorio amplio que se interrumpió con el sonido de un vecino al entrar, que por respeto o envidia,  saludó con la mirada.
Terminado el abrazo fueron a refugiarse al departamento. Mientras subían por el ascensor, Víctor trataba de acordarse cuándo fue la última vez que sintió la incomodidad del silencio al subir con ella, y la miró. Ella le devolvió la mirada con su sonrisa y la escena se desplegó infinita en los espejos.
La puerta estaba abierta, como si entre los centímetros exactos de luz pudieran colarse las fragancias del después, invitando a rozar, volcar, empujar en un entreacto conocido y saboreado pero inevitable. El agua derramada con los brazos de la torpeza la atrajeron más hacia él. Ludmila reía mientras intentaba como una diosa implacable atraer el deseo hacia su cuerpo, sin embargo los ojos de él, casi rojos, casi cegados, solo se dirigían hacia la gota de agua que crecía sin poder detenerse en el piso de madera.
—¿Qué te pasa? Estás raro —sentenció la mujer en la incomodidad de su respiración, ahora inquieta.
—Necesito música —dijo él.
Ludmila volvió a sonreír y a ofrecer. Más vino, más música, más caricias.

—Tírate en el piso —le dijo él—  sobre el agua.

La música sonaba más fuerte cuando las manos de Víctor ahogaron el último suspiro de la mujer, que blanca y silenciosa por fin, se sumergía en un río de sangre cristalina.



miércoles, 30 de octubre de 2013

Insomnio



Por William E. Fleming.


Una noche sin poder dormir hizo que todo ocurriera de forma imprevista. Los ataques de insomnio, cada vez eran más frecuentes y casi nunca funcionaba el dar un paseo nocturno, y tomar algún café a la salida del sol en un «drive in», con su pijama de franela de colores chillones.
Pero en su ebriedad sin sueño, aquella noche cambió su vida. Un atracador nocturno, un drogata en busca de dinero fácil, entró en la soledad del restaurante y disparó ante la locura de la joven chica, que se encargaba de las noches.
Cuando las balas cayeron de su pecho arrugadas, sintió que ya no era humano. Ahora comprendía la carta que ocultaba su padre tras un cuadro donde ponía su adopción y aquella extraña piedra verde enterrada en el granero.


miércoles, 23 de octubre de 2013

Sondra



Por Laura de la Rosa.


La mujer, muy distinta a ella, apareció en su casa, tenía la mirada vidriosa, y unos papeles en la mano. Al acercarse a la puerta respiró hondo, como si fuera a tomar impulso para despegar a un estado desconocido.
Dos fueron los golpes, certeros, en el centro de esa masa de madera rústica que la separaba del mundo. Cuando Sondra abrió, y la miró a los ojos, supo que algo importante iba a pasarle.
La mujer sin mediar saludo comenzó a relatar su historia, los papeles que le mostraba desde el umbral daban cuenta de cada una de sus palabras. Estaba nerviosa y tenía la voz entrecortada. Con una catarata de emociones recorrió los últimos seis años de su vida. Acompañó sus dichos con llantos apagados. Con desilusión y momentos de mucha ira.
Fotos de viajes, traía consigo, una libreta roja con letras doradas y la leyenda: registro civil. La partida de nacimiento de varios niños donde estaba su nombre completo y su DNI, era legal, eran sus hijos. El contrato de alquiler de una casa y cartas de amor, muchas cartas de amor.
La historia cada vez le resultaba más triste. Sondra permanecía en silencio, no sabía si llorar, no porque sintiera deseos de hacerlo, sino al menos para hacerle compañía a esa mujer que no entendía lo que pasaba y sufría verdaderamente.
La invitó a entrar. Su casa por lo que pudo saber, era muy distinta. La mujer tomó un vaso de agua y se quiso retirar, Sondra intentó retenerla pero fue imposible. Tomó sus papeles, los colocó en una cartera negra que traía y se fue.
Tenía un andar pausado, era la imagen de la derrota y el fracaso. Se fue sabiendo que lo que había sido el proyecto de su vida se terminaba con una verdad. Lo que había imaginado como el perfecto estado era parte de una orquestada mentira.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Valerie



Por Sebastián Elesgaray.


Trepaba por las cuerdas como si sus dedos terminaran en más dedos. Se movía con gracia cerval, como si tuviera miedo pero lo controlara, a punto de dar un salto mortal pero sencillo. Su vestido de estilo victoriano flotaba como si estuviera en el agua; se mecía, tal vez el aire fuera maleable a su alrededor. Además de todo tenía una sonrisa en su rostro. En realidad, se reía. Apretando los dientes, marcando sus pómulos, estirando las comisuras hasta el final de las mejillas.
Valerie estaba donde menos le gustaba.
Arriba de un escenario.

De niña nada le había salido muy bien.
De adolescente menos.
Cuando se olvidaba de la secundaria y migraba a la adultez, apareció Philip.
Tipo alto. Ojos grises. Tez olivácea. Cabello oscuro y peinado hacia atrás con gomina. Campera de jean algo rota. Pantalón de franela azul oscuro, casi negro. Zapatillas de color indefinido por el uso (probablemente eran blancas). Ese era Philip. Y se le acercó en un bar, donde ella trataba de concentrarse en un libro enorme siguiendo las aventuras de un tal Kvothe.
¿Sabes leer?
La pregunta la tomó desprevenida, el instinto básico le hizo levantar la vista con recelo.
¿Cómo?
Hola dijo el extraño mientras se sentaba frente a ella, me llamo Philip.
Y extendió su mano.
Valerie miró alrededor, buscando posibles escapes o tal vez ayuda, por más que le apenara un poco pedirla.
Hola contestó casi en un susurro, limitándose a mirar la mano extendida sin estrecharla. Philip la bajó sin perder una sonrisa que no mostraba la boca, tan solo los labios.
Bueno, entiendo.
El muchacho se la quedó mirando fijo, y cuando Valerie creyó que su voluntad no le permitiría aguantar más esos ojos grises, habló:
¿Qué quieres?
¿Qué quieres?
La réplica la desconcertó. Aferró el libro con más fuerza, los nudillos se le pusieron blancos enseguida. Sintió las axilas húmedas, y se sumó un temblor leve en las rodillas.
—Vete. No sé quién eres.
Philip apoyó los codos en la mesa y se acercó todo lo posible sin levantar el culo de la silla.
—Sabes quién soy, sabes lo que quiero, sé lo que quieres tú. ¿Cuánto vamos a hablar?

miércoles, 2 de octubre de 2013

Escape inesperado



Por Mauricio Vargas Herrera.


—Hey, deja mi camisón.
El animal maulló aferrado a la tela amarilla.
—¡Te dije que lo soltaras! —dijo el niño calvo tirando de su camisón. El gato de enormes cachetes se fue para atrás y dio una voltereta de gracia.
—¿Por qué te tomas tantas molestias con ese maldito camisón?
—Qué te importa, gato del demonio.
—¿No te da vergüenza andar así por las estanterías?
—Por qué, ¿por mi camisón? No seas imbécil. Jamás me avergoncé cuando salía en los diarios, mucho menos lo voy a hacer ahora.
—Ah, cierto que eres un pobre anciano con cara de infante, y además pelón. Siempre he creído que eres un maldito pervertido también. Apuesto que no hay nada bajo ese camisón tan sucio y chillón que te gusta llevar. ¿A quién se le ocurre usar un color tan asqueroso? Payaso.
—Mi camisón no está sucio, es el rastro de la tinta sobre la tela a través de todas estas décadas. Y el amarillo… supongo que tiene que ver con mi fino sentido del humor. Pregúntaselo a mi creador.
—Tengo más humor yo en una de mis uñas que tú en todo tu asqueroso camisón, y sé de lo que hablo.
—Tú no sabes nada, solo eres una alimaña ignorante que únicamente sirves para afilarte tus humorísticas garras mientras piensas cómo robar los chistes de otros.
—¡Eso es una vil calumnia! ¿Quién te crees, hijo de puta?
—Yo no me creo nada, soy El niño amarillo, te conozco, solo eres una copia barata que le robas los chistes a Mafalda. ¿Ves a ese tipo disfrazado de murciélago allá discutiendo con el oriental que tiene la aureola sobre su cabeza de helecho? ¿Ves a ese niño calvito con cara de perdedor paseando a su perro blanco? ¿Ves a ese vaquero  allá tirado hablando con el enano bigotón del casco alado? Míralos a todos ellos y mírate a ti. Yo fui antes de ustedes y creé buena parte de los cimientos del universo donde viven. Tengo la autoridad de hablar, pero no lo hago porque no soy tan impertinente y engreído como tú. Cuando dejes de plagiar e inventes tus propios chistes puedes intentar agarrar mi camisón de nuevo, pero te aseguro que vas a sentir mi pie en tus enormes y horribles bigotes antes de tocarlo.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Dejad a los niños



Por José Luis Bethancourt.


El sigue mirándome.
Hoy estuvo observándome. Me observa cuando yo juego en el prado. Mi padre hoy trató de hacerme daño.
Me gustaría que se marchara. Me gustaría que mi padre se marchara. Mamá también quiere que se marche.
Hoy trató nuevamente de hacerme daño. ¿Por qué papaíto quiere hacerme daño?
Había más, pero Elizabeth no pudo descifrarlo. Pasó lentamente las páginas del viejo diario y después lo cerró. Volvió a abrirlo en la primera página, y leyó la inscripción que allí había. Estaba escrita por una mano fuerte y masculina, y no se había borrado. Las iniciales de abajo eran las mismas de su padre: “J.C”. El diario debió ser regalado a la niñita por su padre.
Dejó el diario y alzó la vista hacia el retrato. Era tu diario, pensó. Era tuyo, ¿verdad?
En ese momento Cecil, el viejo gato, entró en la habitación y se restregó contra sus piernas. Ella lo levantó y lo puso sobre su regazo. Acarició suavemente al viejo gato y siguió mirando fijamente el retrato.
Tal vez por las palabras del diario, o la soledad de la casa, o las dos copas de brandy que tomó sintió que la niña del cuadro le sonrió maléficamente.
—Tonterías —dijo por fin—. Mejor me voy a dormir.
Mientras subía las escaleras hacia su dormitorio, la extraña inscripción de la primera página del diario volvía una y otra vez a su mente:
—Dejad a los niños... —decía—... que vengan a mí.
Sabía que había leído esa expresión en otra parte, pero no pudo recordar dónde. Mientras pensaba en esto el sueño la venció poco antes de la medianoche.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Der Zauber



Por Claudia Medina Castro.


Lucía dormida. Dormida y desnuda.
Acurrucada, escondida en su brazo, quería ser invisible. Sus ojos apretados deseaban no pensar más. Intentaba apagar su mente forzándose al sueño. Al menos un rato de silencio, hasta el ocaso implacable.
Ya no se preguntaba cómo llegó a eso. Ya no. Pero el tiempo y el olvido no siempre llegan juntos. En su caso, había pasado mucho tiempo, y muchas cosas había para no olvidar.
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Su costado dolorido bramaba silenciosa clemencia. Se decía a sí misma - todo pasará. Pero los años formaban un círculo infinito, diferenciados solo por las diferentes heridas en su cuerpo entumecido.
Heridas que inmediatamente sanaban, dejando una indeleble cicatriz en la memoria de Lucía. Sabía muy bien que eran señales. Marcas de su arriesgada decisión.
Entonces, sumisa y obediente, volvía a su noche cotidiana. Una y otra vez retornaba deliberadamente a ese infierno extraño y ensordecedor.
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La época no ayudaba. Las mujeres existían para cosas muy puntuales; el mundo era para otros.
Tiempo atrás, cuando la ciudad entera lucía empedrada, Lucía era una luz. Todo se iluminaba a su paso altanero. Sus vestidos relucían como espejos, reflejando los verdores más verdes que nunca. Todo parecía florecer, despertar. Y el asombro se instalaba en el aire como una brisa mágica que obligaba a sonreír.
Los labios de Lucía lograban que las miradas más rústicas destellaran de luminosidad.
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Pero junto con el asfalto, llegó la decadencia. Eso fue algo más que nunca olvidaría.
Como tampoco olvidaría ese cálido día de sol en la plaza, cuando aparecieron, mientras disfrutaba del perfume rojo de esas rosas, esos ojos verdosos que la hechizaron para siempre, llevándola a un lugar que jamás imaginó.
Un laberinto embriagador, excitante, ambiguo. Irresistible.
Y más oscuro que la soledad de la muerte.
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Extasiada, se entregó. Sin la menor resistencia.
El placer y la euforia se fueron tornando en dolor. Agudo, en la sien, en su cuello, para luego derramarse en todo el cuerpo.
Miles de colmillos rasgándole las múltiples capas de seda, brocato y piel al correr por los pasillos húmedos de ese encierro.
Estaba viviendo su propio, personal y ansiado fin del mundo. Y aprendió a no correr más.
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Su alma pura la llevó a ese día para hacer una causa, cargando sobre sí la injusticia del deseo como forma de amor.
En el fondo sabía que aquello no era vivir. Con tanta mugre alrededor, no se sentía con derecho a brillar.
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Entregó su sangre gota a gota.
Su intención casi visceral fue librar a muchas del padecimiento de moda, la cual resultó tan sincera como imprudente. Y solo logró agitar las aguas. Los pescadores se regodearon por varios siglos más.
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No hay mucho más que contar.
Los abusos continuaron y Lucía siguió con su alma dolorida por toda la eternidad.
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Y aunque la ansiedad le devoraba cada suspiro, guardó entre ellos el callado anhelo de ser besada, algún día, por la boca dulce de la muerte. Y así sentir, aunque sea por un instante, el amor verdadero, condicional, de una única y valiosa vida, que marque el fin del Hechizo.
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miércoles, 28 de agosto de 2013

Renesmee



Por Bibi Pacilio.


Después de ofrecerme la última gota de sangre, mi madre salió volando por la ventana de la habitación antes que el sol devorara sus ojos.
Seguir las reglas del juego no fue un capricho para ella, ni siquiera la remota posibilidad de que la obsesión se apoderara de sus movimientos. “Ningún peón es tan tonto como para querer ser rey” me dijo sin palabras, antes de que su piel se volviera lisa y reflectante como el cristal.
Por eso estaba allí, en medio de una guerra interminable de familias. Los Cullen y Volturis me habían convertido en la más codiciada de sus piezas, y mi aparente inmortalidad, en mi peor enemiga.
Aún así,  conociendo la fatalidad que se cierne sobre mí, soy consecuencia del amor; como el único ser capaz de atravesar el fuego y el hielo, sin pestañear, hasta alcanzar la otra orilla.
El tiempo que me mantuve dentro fue demasiado corto, hubiera preferido que nueve lunas me acunaran, pero cuando mis manos rozaron sus entrañas escuché los primeros pensamientos de mi padre y comprendí que pronto debería cuidarme de la luz. Bella, así se llamaba ella, me entregó su aliento y a pesar de estar inmóvil, sus latidos se transformaron en una danza interminable contra la incertidumbre.
Me enamoré de él enseguida, mi padre, y supe apenas me tuvo entre sus brazos que sacrificar sus miedos lo había cambiado para siempre. Por eso, mordiendo mi cuello aquella primera noche en busca de la sangre, que solo a él le pertenecía, reviví el instante de fluidos que me habían dado vida en aquella isla lejana y supe quién había sido dueña de su fortaleza.
Aprendí a cazar y huir de la manada de lobos que olieron mi regreso. Dibujé crepúsculos y lunas nuevas en las paredes de mi cuarto, y cuando lograba que por pequeños instantes me dejaran sola, soñé con el hombre que me imprimó al verme por primera vez.
Jacob Black olía a bosque y a pesar de ser un licántropo, millones de hilos de acero nos unían tan fuerte, que hubiera sido imposible sucumbir a su sonrisa. Nunca le temí y en las diferencias con mi padre encontré las causas de mi encantamiento. Los tenía a los dos y a la edad de ocho años podía entender por qué mi madre los había elegido con un amor tan incomparable como necesario.
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—Nunca me sentí feliz al perder una partida que creía ganada desde el comienzo —me dijo Jacob a punto de alejarse—. Pero hoy…
—Han sido las cinco jugadas más bellas y se lo debo a un gran jugador —le contesté con una sonrisa.
—Se lo debes a ella —me susurró al oído mientras me abrazaba.
—¿Tu también crees que es inmortal?
—Ya eres una reina, Nessie, una reina helada y llena de fuego a la que nunca dejaré sola —me dijo mientras guardaba el peón rojo en el bolsillo de su chaqueta y se alejaba con pasos largos y seguros.


miércoles, 7 de agosto de 2013

Cuidar al Camarada



Por Laura de la Rosa.


Es cierto, pese al más silencioso de los secretos, o al más rumoroso de los mismos. Lo cierto es que ha sido real. Pasó. Y voy a contar la historia. Es hora que asuma el riesgo que este secreto conlleva y pueda ponerlo en palabras.
La historia oficial cuenta que se suicidó el 30 de abril de 1945. En su bunker de Berlín. Estaba junto a su esposa, quien también terminó con el mismo destino.

Llegaron a América a bordo de un submarino que desembarcó luego en las costas de Mar del Plata. De ahí fue llevado por tierra a Córdoba y más tarde a Río Negro.
Esto formaba parte de un plan perfectamente orquestado, elaborado minuciosamente dos años antes de perder la guerra. Consistía nada más y nada menos en un plan de evacuación de recursos humanos, técnicos y científicos. 
Trabajaron con mucha anticipación y organización. Su salida era la parte más importante del plan. Velar por él y su seguridad el principal objetivo. Había que llevarlo, si fuera necesario, al fin del mundo. Y así fue como llegó a esta tierra helada.

Stalin siempre lo sostuvo. Él no murió, él viajó a España y luego a Argentina. Repetía que la muerte había sido inventada. No hubo cuerpo identificado, no hubo autopsia, ni siquiera un acta de defunción. Unos soldados que llegaron al lugar gritaron que se había suicidado, quemaron los cadáveres y así se mantuvo la historia. Es más, hasta el mismo Eisenhower había aceptado el hecho que él había huido y ofrecía recompensa por su captura.

Llegó a América protegido, cuidado como el más preciado de los tesoros. Eso era. Él le devolvió la dignidad a Alemania, hoy le tocaba a los camaradas devolver su propia dignidad.
Decían que jamás toleró la idea de que el mundo creyera que se había suicidado. El cobarde hecho de perder la vida por su voluntad. 
Otra parte del plan era brindarle un lugar para vivir. Digno y a la altura de las circunstancias. 
Se le compró un terreno alejado de las zonas más pobladas y construyeron una casa. Se encargó de los planos de la misma el famoso arquitecto Alejandro Bustillo. Las indicaciones fueron precisas. La casa debía ser similar a la de Berghor de los Alpes y así lo fue, seis habitaciones y tres baños en la planta alta, tres habitaciones y tres baños en la planta baja y una cocina, y una gran sala de estar que daba al majestuoso parque y al lago Nahuel Huapi. Cuatrocientas cincuenta hectáreas a la orilla más escondida del lago le dieron intimidad y tranquilidad.

Tenía cincuenta y seis años, un nombre falso. Ya no usaba más el bigote tradicional y su cabello estaba rapado. Eva había tenido que teñir su pelo, negro azabache lo llevaba y se hacía llamar Paula.
El primer lugar en que se afincó fue La Falda, estuvo allí hasta que la casa de Bariloche estuvo lista. Luego partió al sur.
Argentina les ofreció la infraestructura perfecta, un lugar lejano y perdido, lejos de la Europa de la post guerra. El submarino fue recibido por una comitiva alemana, muy bien posicionada económicamente en la región.
No hay lugar en el mundo que se parezca más a los Alpes que Bariloche y sus lagos. Y qué mejor que vivir rodeado de camaradas.

La vida fue tranquila en América, no debió trabajar, vivía de los cánones que le daban mensualmente sus compatriotas. Tuvo dos hijas. Pasaba sus días descansando, pescaba truchas en su propio muelle y las cocinaba en una cocina a leña que le fascinaba.
Era frecuente recibir visitas en su casa, todos hombres que lo habían acompañado en los años más importantes de su gobierno y que también habían formado parte de la comitiva que partió de Alemania.
No salía nunca de su hogar. Su exilio fue en el paraíso, pero fue su exilio al fin. 

Por las noches no dormía. Sus sueños lo atormentaban.
Bajo su almohada siempre había un arma, temía ser asesinado por las noches.
Solía despertarse ahogado, al grito de «…no puedo respirar…». Sufría de alergias, sentía que el agua le quemaba las entrañas. No bebía nada que no fuera probado antes por otra persona.
Cuando bebía cantaba canciones de su patria y confesaba oír el ruido de cadenas y sombras que lo amenazaban. Sabía que eran los fantasmas de su pasado.
Temía volverse loco o quizás temía haber recuperado la cordura.
Murió en 1962 a los setenta y tres años, junto a su mujer y sus hijas. 
Ese día en Bariloche, muchos lloraron al Führer.


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