miércoles, 29 de octubre de 2014

El loquero más grande del mundo




Por Sebastián Elesgaray.

¿Puede un hombre volverse loco por una mujer?
Ricardo se pregunta eso mientras mira el monitor. No entiende muy bien la relación entre amor y desesperación. Tiene a su mujer y dos hijos, pero si ella armara las valijas y se fuera, Ricardo emplearía esfuerzos en sus hijos, no en ella. Sabe que hay cosas grandes en la mente humana, interrogantes específicos que son imposibles de develar a menos que se les imponga un máximo de atrevimiento. A eso se dedica, y no le importan los cómo, sino los porqué.
—Sujeto Leandro Nuñez, treinta y dos años, argentino.
Por más que la grabación de voz se activa automáticamente, no puede dejar de controlar la pequeña luz roja que le indica que está funcionando. Toca la pantalla con un dedo amarillento de nicotina, hace zoom al rostro barbado.
—Baja las comisuras de los labios. Por décimo segunda vez en esta noche, está pensando en ella.

Leandro suspiró. Sentado al pie de la cama, con las manos entrelazadas y un nudo en la garganta, pretendió saberse libre cuando en realidad necesitaba una buena excusa para hacer avanzar la noche. Entendía sus infinitas posibilidades: un libro, una película, un videojuego, música, un bar. Pero en el fondo sabía que quería estar con ella y nada más. Así que volvió a suspirar y fue al baño a tirarse agua fría en la cara.
Cuando salió, desentumeció el cuello a base de movimientos lentos, rígidos; y después se decidió por un film ucraniano estrenado hacía dos años. Tenía la esperanza de que el sueño llegara pronto. Ella volvería en tres días, podía seguir esperando.
¿Podía?
Por más que lo había rechazado en un último beso de despedida, trataba de pensar con optimismo y decirse que las cosas se iban a solucionar. La iría a buscar al aeropuerto, se abrazarían, volverían a su departamento y se acostarían con sonrisas como tantas otras veces.
¿Podía?
Se dijo que sí.
Dio play a la película.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Renfield



Por Mauricio Vargas Herrera.

Anhelante en la celda aún espera
el arribo prometido y triunfal
de su amo, sediento conde inmortal,
que la vida eterna le prometiera.

Como si absorber la vida pudiera,
devora insectos de forma anormal,
y hace al doctor su petición final:
"¡Un pequeño gatito yo quisiera!"

A viva voz advierte la llegada
del ser que a Londres ha de estremecer,
y con breve conciencia inesperada

el plan del conde intentará entorpecer,
pero bajo la influencia malvada,
solo está condenado a perecer.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Ciego amor




Por José Luis Bethancourt.


"¿Hay razón en el amor?"

"Seguramente en el mundo hay muchos locos ignorados por los cuerdos, o por otros locos que se consideran cuerdos, o por esos cuerdos que cada tanto cometen una locura.

   ¿Quién puede decir quién está loco o quién es el cuerdo? ¿Acaso no es lo mismo uno que otro? ¿Hay justicia en la ley? ¿Hay razón en el amor?"

Todas esas cosas pasaban por la cabeza de Iván mientras recorría en su bicicleta aquel sendero. amanecía y la brisa húmeda y fresca golpeaba su rostro enrojecido. Se alejaba de los acantilados donde había pasado toda la noche junto a ella.

Ni siquiera recordaba su nombre, o su rostro, o desde cuándo la conocía. Pero no podía quitar de su vista ese vientre blanco y suave que abierto por la hoja de su navaja parecía florecer, a borbotones. Luego como en un jump-cut de un film de Tarantino la mano con las largas uñas con esmalte Dior asomando de la arena.
Llegó a despacho en Tribunales impecablemente arreglado como todos los días. La silla detrás del escritorio de su primer asistente estaba vacía y el teléfono sonando. Apoyó el maletín en el piso y tomó el auricular.

"Hola, sí, habla el Juez Rosseau." Hizo una pausa para escuchar a su interlocutor. "No, Leticia no vendrá hoy, se tomó unos días de licencia." Un rápido saludo y colgó el auricular.
Observó la pila de carpetas apiladas al lado del teléfono. Ojeó la agenda de ella y abrió los cajones uno por uno. El sonido de un frasco rodando lo sobresaltó. Hacia el fondo del último cajón yacía acostado un frasco de esmalte de uñas; "Dior – Perlé – 187" rezaba la etiqueta.

Era la tercer asistente en el año que ocupaba este escritorio, pero nadie daba mayor importancia a estos cambios de personal porque el Juez tenía un buen ojo a la hora de elegir mujeres y su fama de solterón empedernido cuadraba con esas bellezas jóvenes, sin escrúpulos y eficientes que recibían el título de “secretaria” pero que todos imaginaban que satisfacían a su Señoría en ciertos menesteres.

Y no se equivocaban en que él hacía uso de todo lo que ellas podían ofrecer. Cada una de ellas había mostrado desde el primer momento que estaban allí para hacer carrera a cualquier precio. Y Leticia no fue la excepción pero tenía un plus: era estudiante de antropología forense y despertó la curiosidad de Rosseau en la psiquis de los criminales que había estado juzgando todos aquellos años.
“Todos tenemos el potencial de matar porque todos queremos crear, y el quitar la vida a otro es también un acto de creación y muchas veces estos asesinos han ayudado a que haya un balance en el universo. No todas sus víctimas han muerto inocentes”.
Los pilares de su ética tambaleaban, estaban siendo socavados, su descanso era perturbado por imágenes de aquellos que había condenado y sus víctimas “no tan inocentes”. ¿Hay justicia en la ley?
Cuando aquella noche en la casa del acantilado ella lo desafió “Hasta que alguien no muera por tus manos no serás completo” el supo que la amaba irremediablemente, que nunca más iba a pensar en otra mujer así, ni tendría paz.
Al terminar de cubrir con arena esa mano inanimada, esa sensación de estar enamorado lo embargaba completamente y se sintió en paz. "¿Hay razón en el amor?"

miércoles, 1 de octubre de 2014

Repartida




Por Claudia Medina Castro.


El cielo está morado.
Morado claro.

Como el día en que me repartí
en no sé cuántos estratos.

Quisiera que me cuentes
lo que te dicen tus tripas ardientes.

Y lo que tu voz muda suelta en una sola nota
que estalla en la razón.

Tengo pensado acribillarte en un espejo blanco
del que no podrás volver.

Tengo mil voces ocultas, esperándote,
cuyo designio ya no puedo acallar.

Tengo también una piel,
que suena como creamfields.

Derrite hasta los espacios ciegos.
Aunque siga sin entender.

¿Cómo es que seguís latiendo
en venas que ni recuerdo?

Estoy lejos, tan lejos,
que me siento avergonzada.

No puedo dejarte ir
porque no podré volver.

Creo, seguiré así, repartida,
sin la conciencia de estar.

Y aunque tus tripas se hielen,
y tu voz muda se calle,
yo voy a seguir latiendo.

Desde el aire.
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