Por Laura de la Rosa.
—Tú, mi reina, eres la más bella de todas.
El Castillo se
encontraba en un gran estado de deterioro, pero entre las sombras podía
vislumbrarse el esplendor que alguna vez había tenido.
Las ruinas de una fachada medieval se escondían detrás de matorrales
de hiedra que corroían, ayudadas por el paso del tiempo, los antiguos ladrillos
que lo levantaban.
La construcción databa de 1635 o 1640 y se encontraba emplazada en una
pintoresca región de la
baja Franconia , estuvo alguna vez exquisitamente decorada,
pero los estragos de la Primera Guerra
Mundial destruyeron su interior. Durante la Segunda Guerra ,
algunos salones albergaron a enfermos de tuberculosis.
Más adelante fue adquirido por
la compañía de ferrocarriles y se utilizó como orfanato y además funcionó hasta
1880 una escuela pública de señoritas, luego fue cerrado.
Fue vendido, en ese entonces, a un millonario de nacionalidad inglesa,
pero repentinamente decidió abandonarlo.
El castillo se encontraba abandonado desde 1891 y nos habían encargado
restaurarlo.
El trabajo que nos esperaba era titánico, pero habíamos decidido
lograr que nuestro castillo se convirtiera en la majestuosa obra del pasado.
Recorrimos palmo a palmo, cada uno de sus cuartos, los salones, las salas de
uso público, las instalaciones auxiliares y de servicios. Llegamos a la
conclusión de que era una joya por su calidad constructiva pero que la
restauración nos iba a llevar varios años.
Uno de los pasos principales sería rescatar los objetos que se encontraban
en las ruinas. Muebles antiguos, mesas, sillas, espejos, pinturas y llevarlos
al recinto donde pasarían los próximos tiempos hasta que regresaran al lugar
para tener su ubicación definitiva.