miércoles, 25 de abril de 2012

Acrofilia




Por José Luis Bethancourt.


Era una persona normal…
Miguel Romano parecía “un tipo normal”, de esos que viajan sentado a tu lado en el tren sin que le prestes atención, vestido ni muy a la moda, ni muy anticuado. Su historia económica zigzagueaba entre periodos de grandes ganancias y otros de pocos ingresos. Pero se podría decir que era promedio. Ni muy rico ni muy pobre.
En la escuela primaria no se destacó y en la secundaria pasó sin penas ni gloria. No era ni muy listo ni muy soso. Con las mujeres tuvo un éxito regular, ya que no era feo, pero tampoco era muy apuesto. Quien no lo conocía veía una desventaja en su estatura para la vida amorosa.
No es que fuera muy bajo. Llegaba al metro sesenta y cinco con sus zapatos de salir. Con ese porte tenía una amplia gama de mujeres entre las cuales elegir para sus conquistas pero siempre se focalizaba en féminas que debían agacharse para saludarlo. Esto dificultaba un poco sus escarceos amorosos, pero no se quejaba y sus amantes de mayor altura tampoco ya que la naturaleza sabia lo compensaba con un gran miembro viril.
Sus amigos solían gastarle infinidad de bromas por la diferencia de altura y el contestaba tímidamente “me gustan así” soportando estoicamente la avalancha de comentarios acerca de las ventajas de las petisas en la cama. Alguno para conformarlo le decía “no te hagas problema, que acostado se empareja todo”
Pero el toilette femenino del boliche donde solía concurrir solo, para evitar las chanzas del grupo, era testigo de confesiones pícaras de unas pocas solteras, separadas y tramposas bajitas que hablaban del desperdicio de aquel falo que no se ponía erecto ni con la más gauchita. Podían pasar por alto la falta de encanto de Miguel o su rara costumbre de invitarlas a su departamento pero no quedarse más de dos minutos y partir hacia la azotea. Pero ninguna mujer le perdonaba quedar insatisfechas ante la flacidez inmanejable por más que estuvieran bajo la luz directa de la luna, o que las estrellas fueran testigos de sus revolcadas.
Contrastaban estas conversaciones con la opinión de la minoría compuesta por las que medían más de un metro con setenta y cinco centímetros. Sus relatos llenos de risitas de satisfacción invariablemente lo ponían a Miguel en el podio de los buenos amantes, sin preocuparse de la excentricidad que desplegaba el muchacho al elegir la azotea como lugar para el amor.
La azotea del edificio de nueve pisos se convertía a la noche en su reino privado. Había sobornado al encargado de mantenimiento, para que le diera una llave de la puerta de acceso. Se empeñaba día a día en mantenerla barrida, libre de deposiciones de palomas y de polvo. Cada tres meses las chimeneas, cañerías, y estructuras auxiliares recibían una renovación de pintura.
No había lugar menos adecuado para llevar a una conquista. En tierra llana sus estrategias de donjuán apenas lograban convencer a una mujer. En más de una ocasión alguna accedía a tener una cita con él solo por miedo a pasar otra noche en soledad y de la resignación pasaban a la sorpresa al ver que en la terraza este tipo común, casi insulso, se convertía en un amante imparable y complaciente.
Con los años había aprendido a controlar su temperamento impulsivo y el temblor de sus manos gracias a la píldora de argentum nitricum que tomaba al mediodía, sumado a la visita semanal a su terapeuta. No era casualidad que hubiera comprado el departamento 9ºB, ya que lo único que calmaba su constante ansiedad acompañada de migraña era estar en un lugar alto.
Esto lo había impulsado a abandonar su casita en la provincia cuando el escándalo desatado por su acción temeraria de subirse a la torre de transmisión de la radio lo puso en la mira del Servicio de Salud Mental. La intervención de su madre le permitió sortear este episodio aunque ella presintió que acabaría muerto por esta obsesión de subirse a todos lados.
La mudanza a ese departamento resultó su salvación durante un tiempo y llegué a creer que por fin podría vivir con el extraño mal que lo aquejaba. Ayer luego de mucho investigar logré diagnosticarlo y creía tener un plan para llevarlo a la cura. Ahora me arrepiento mil veces de no haberlo llamado anoche para contarle la buena nueva.
Esta mañana cuando pude eludir del cerco policial y espiar tras la ambulancia reconocí el anillo en aquella mano que asomaba bajo el sobretodo gris con que un agente intentaba tapar el cuerpo destrozado por el impacto. La insignia del Club Andino Bariloche brillaba sobre el fondo rojo del charco de sangre.
La etiqueta que reza “ACROFILIA” en la carpeta que duerme en mi maletín ahora es solo eso: una etiqueta que no alcanza para describir lo que padeció mi paciente estos años. Dicen que toda historia tiene un final. En este Miguel nunca más necesitará controlar su obsesión por las personas y lugares altos cuando mañana duerma eternamente lejos de su azotea.

miércoles, 11 de abril de 2012

Ascenso al infierno




Por Claudia Medina Castro.


Subía lento.
Sabía que estaban ahí.
Lento y suave. Para que no la noten.
Atravesada por la daga del error, sufría las consecuencias.
-¿Cuántas veces le dijimos que TODO no se puede entender?
Pocas veces pudo dejar de analizar; menos, de no escuchar palabras necias.
-Humanos vulnerables…. Nunca A APRENDER van…
Uno tras otro los escalones la alejaban de su dolor.
Con decisión intermedia, su cuerpo accionaba. Aunque en un rincón de su corazón esperaba el abrazo rescatador. La mirada amigable. La verdadera compañía para su alma esforzada.
-No hay caso. Prefiere autoflagelarse antes de A LOS CUATRO VIENTOS gritar…
-Autodestruirse antes de desviarse del ELEGIDO camino…
Subía lento, pero con ganas de que la sigan. Que la paren. Que la quieran.
Que la acepten tal cual es, sin tanta crítica feroz.
-Capaz la fiesta del octavo LA DISTRAE... y se deja ATURDIR con sus burbujeantes y aliviadores sones…
No daba más.
No llegaba más.
-Capaz que se queda en el noveno DESMAYADA…  y un sueño incómodo EL SENTIDO DE LA VIDA le mueve…
Convencida que desde lo alto es más fácil tomar vuelo, un nuevo impulso la animó a seguir trepando menos lento. Más audaz.
-Capaz que HASTA EL SUBSUELO se desvía, tapando sus siglos TODOS de agonía…
Algo nublado le vino desde sus pantorrillas y la hizo trastabillar en el ascenso a la azotea. Fue casi un recuerdo de cuando fue halcón, hace varias existencias. Ahí, depredar era vivir. Y vivir justificaba todo. Pero ya no creía en eso ni en nada. La pulsión destructiva era más fuerte que todo resabio de cordura.
-Y acá está, uf, otra vez. Una vez más SU DESCONCIERTO tendremos que presenciar.
Al llegar a la azotea fue directo al borde más cercano. Y viendo el cielo violáceo se lanzó a volar, en caída libre y grosera.
-Y nosotras, como QUE SOMOS gárgolas de piedra, HACER nada podemos… solo ETERNAMENTE atestiguar las INCONSCIENTES ganas de LOS SERES estos de volver una y otra vez a POR LO MISMO pasar…
Llegó, al fin. Llegó para volver muy lento, lento y áspero. Incómodo y fiero. Entregada a repetir los errores de siempre. Cada vez más agudos.
-Aunque tal vez, POR ESTA VEZ solo, le demos EN SU VIAJE NUEVO una mano.

miércoles, 4 de abril de 2012

El arquitecto




Por Bibi Pacilio.



Cuando conocí hace unos días la noticia de que Ebeneezer Lendarian había muerto sentí un ligero escalofrío, fue como si ese maldito pedazo de papel se hubiera ensañado con mis recuerdos antes de calentarme los huesos y lo que es peor,  adelantándose con la fuerza del viento a la venganza que mis días y mis noches saboreaban con desvelo. La muerte me había traicionado una vez más y mientras la hoja del diario se retorcía como mis tripas revueltas, mis ojos, ahora rojos seguían fijamente la mancha negra que desaparecía entre las llamas.


A los diez años mi madre me abandonó para siempre, dejándome como única herencia un antiguo camafeo con su foto y el nombre del hombre que me había convertido en un bastardo. Recordé entonces que nunca había descolgado la joya de su cuello y le agradecí en silencio aquella entrega maternal que salvaría mi vida con solo apretarla entre los dedos. Así comencé a transitar la escuela de las calles y descubrí que mi único anhelo era matar a mi padre.
La primera vez que lo vi sentí la vergüenza de reflejarme en aquellos ojos grises que pasaron a mi lado sin percatarse de mi presencia. Sin embargo supe que mi madre no había mentido y extrañé sus caricias mientras trasladaba mis pocas pertenencias bajo una de las paredes del edificio donde habitaba ese hombre. Mi osadía no duró mucho porque al tercer día, un par de uniformados me echaron a patadas y tuve que conformarme con acorralarlo desde lejos. Comencé a escribir los horarios en los cuales el viejo entraba y salía, los gestos de su rostro, el movimiento de sus manos, la cojera que lo acompañaba, sus cambios de humor y hasta el color de sus trajes. Todo estaba ahí, minuciosamente guardado en esos cuadernos que comencé a coleccionar y que en el tiempo de garabatos y trazos remarcados me valieron algunas risas y otras tantas complicidades.
Tuve mi oportunidad una tarde de julio, él estaba solo y yo había crecido lo suficiente como para que el filo de mi navaja se clavara en ese lugar soñado: su corazón. No me temblaba el pulso, tampoco se equivocaron los cálculos que esta vez en rojo titilaban en la última hoja de mi cuaderno número…  Perdí la cuenta cuando el camafeo de mi madre rodó por la alcantarilla como si un presagio me estuviera conteniendo. No era el momento, ni ese, ni tantos otros que persiguieron no sin odio, el acorralado sonido de mi voz.


“Ya soy un viejo”, me dije arrastrando la bolsa que tras mis pasos desbordados, transportaba las palabras que la muerte había desestimado durante tanto tiempo. Traspasé la puerta de roble como si en ese acto heroico la figura de mi adversario hubiera vuelto a extinguirse y subí uno a uno los peldaños que sobre las hojas en blanco, había dibujado como el mejor arquitecto.
La puerta de la azotea estaba abierta y aunque al principio mis ojos todavía anestesiados no alcanzaban a vislumbrar las formas ondeadas del espejismo que me cercaba, el calvario de mi desgano me llevó hacia los pies de la figura que con los brazos desatados me esperaba.
La luna clavó sus dientes en el rostro de mi madre,  mientras la piedra agonizante dibujaba una y otra vez esa gota de sangre fallida, que ahora, teñía para siempre el instante de aquella otra muerte, la verdadera, la que me obligó a escribir durante tantas hojas en blanco mi propia muerte.
Hubiera sido difícil culparla. Por eso, después de arrebatarle con todas mis fuerzas el camafeo que sobresalía de su cuello, me arrojé al vacío desde el último piso del Edificio Lendarian, donde habían transcurrido mis días.